La sala de conciertos está tenuemente iluminada. Apenas veo a mi acompañante a mi lado, su silueta se deforma en la oscuridad. Los que llegan tarde se tropiezan con mis piernas, en busca de sus asientos. De repente, un grupo de hombres trajeados irrumpen en la habitación con un portazo y se apoderan del escenario. Afinan sus instrumentos con tranquilidad, como si la audiencia fuera un bonus, como si no vinieran por nosotros, sino por la música.
Y luego, comienzan.
Primero es un murmullo suave, apenas perceptible. Pero un instante, explota en un frenesí musical. Intenso, veloz, salvaje. Tocan la 5ta sinfonía de Beethoven, y ahora, ya nadie puede pararlos.
Tun tun tun TUN
El famoso inicio de la pieza sirve como epifanía. La representación auditiva de algo que ha vivido en mi mente por mucho tiempo, una sensación que todo aspirante a escritor—o escritor aspirante (por que no son lo mismo)—lleva dentro de sí. Es un fuego en las entrañas, un dolor que atrofia las articulaciones y acelera el corazón. A veces desaparece, como los pequeños silencios de la pieza, para mi son momentos de duda en los que me pregunto si realmente tengo algo que decir. En otros, estalla como el tun tun tun TUN que se ha vuelto la cara de la música clásica hasta para los menos conocedores, un estallido de energía que me obliga a poner palabras en el papel.
En un instante pasa del silencio total al éxtasis dionisiaco. Y una vez que empieza, ya no se puede detener hasta que cada nota sea tocada, hasta que los músicos terminan el movimiento. Los escritores también tenemos que terminar nuestras obras, porque de no hacerlo, el castigo es tener esa sensación atrapada por siempre dentro de nosotros. Como una sinfonía que se quedó a la mitad, no terminar el texto es dejar una 5ta sinfonía sin resolución. Tantas posibilidades. Un mero sueño jamás realizado, notas que nunca serán tocadas, letras que jamás serán leídas.
Siempre he sabido que soy escritor. Comenzó muy joven, a los nueve años. No había mucho que hacer, el internet iba comenzando. Ya no iba a la escuela, así que las mejores opciones para pasar los días eran escribir o jugar videojuegos—ambas más gratificantes que lavar los platos del desayuno, una tarea que me provocaba asco por su obligatoria mezcla de jabón con grasa.
Escribí un par de cuentos. Participé en un concurso de escritura. Luego dijeron que yo no podía ganar porque mi cuento era tan bueno que parecía escrito por un adulto. En ese momento no lo comprendí. Pero ahora, con la luz de la experiencia, veo que eso me decepcionó. Se volvió un motivo para no reconocer mi propio potencial, como si quisieran decir "tu escritura es demasiado buena para ser tuya". Y esas palabras se convirtieron en una idea que no he logrado sacudir de mi mente
Comencé a vivir dentro de una paradoja que no me dejaba escribir: Siento que soy hábil con ello, y aun así siento que no debería seguir. Como si alguien estuviera calificando y dijera que mi texto es tan bueno que no merece reconocimiento ni validación. ¿Para qué escribir si ya soy bueno, si de todas formas va a ser bueno y no va a servir de nada? Y si no soy bueno, ¿para qué intentarlo si nunca seré bueno en ello?
Se lo irracional que suena esto, pero aún así mi cerebro infantil lo absorbió como tal. Es difícil saber qué necesitas un growth mindset cuando eres un niño que no sabe lo que hace.
Yearning
Esta sensación no ha dejado de perseguirme hasta hoy. Sin embargo, creo que ahora me persigue más el deseo de escribir que mi mecanismo de defensa egocéntrico de no hacerlo. Intentando nombrar la emoción, pensé en la palabra yearning: un deseo intenso por algo, una necesidad fulminante que no se puede callar y no te deja en paz hasta que escribes algo.
A veces imagino que mis escritores favoritos también la tenían, y que se peleaban consigo mismos para apaciguarla. Me imagino a Kafka aburrido en su oficina, mientras cada uno de sus huesos desea convertir al hombre en cucaracha. Flaubert tenía esa misma sensación. Era tan grande su intensidad que se volvía molesta, un crescendo interminable. El fuego iniciaba en su estómago, pero se esparcía a su cabeza, y luego a sus manos: Su alma movía la pluma, y la rompía. Sus deseos se escribían por sí mismos, y él los perfeccionaba.
Este deseo de escribir es el secreto detrás de la perfección de Flaubert. Incluso cuando sentía que las palabras no venían, simplemente se acostaba en el sillón, regodeándose en su desesperación, y media hora después recuperaba su energía y las palabras le venían a la cabeza cómo cristiano hablando en lenguas muertas.
He vivido con esa emoción desde hace varios años. Cuando hago algo diferente a escribir, siento como mi sangre hierve, mis manos se tensan y mi mente navega hacia mi mundo—el de las ideas en mi cabeza. Quiero escribir. Abandonar cualquier actividad mundana que me arrebata el tiempo y dedicarme a golpear el teclado de la computadora y producir obras capaces de provocar emociones en la gente. De hacerme sentir algo a mi mismo.
¿Es mi deseo de escribir insaciable? ¿Debo vivir con ello por el resto de mi vida, sin que nunca se acabe, o desaparecerá con el tiempo? ¿Cómo se vive con este deseo? No creo que sea algo malo tenerlo. Me da confianza saber que existe. Es como si me empujara a hacer algo. Como si Dios supiera que si no escribo el mundo me olvidará y el futuro no tendrá sentido.
Para vivir con ella solo pienso en abandonar esos estúpidos ensayos escolares sobre temas que no me interesan y mejor huir a una cueva, a una cabaña—no me importa el lugar— para escribir con tranquilidad y escuchar mi propia voz. Creo que este yearning es bueno. Se siente como una forma valiosa de autodescubrimiento. Me ayuda a entenderme a mí mismo, a confrontar mis miedos y a descubrir aspectos de mi identidad que no habían aparecido hasta ahora.
Cuando escribo, me ataca una sensación de amor y pureza. Cómo si mi cerebro y mi alma estuvieran felices. Me siento relajado y disfrutando la experiencia, en ambientes en donde puedo pensar con tranquilidad y empujar la calidad al máximo.
Pero también soy consciente de que escribir es difícil y que tengo que encontrar la manera de hacer más de ello y aprender del proceso. Lo cierto es que solo se llega aquí con estimulación constante. En este mundo con espectaculares en la palma de tu mano, poner atención es un deporte olímpico, y cerrar TikTok, más difícil que el sprint de cien metros. Ser escritor en esta época requiere que te enfoques, que cierres tus cortinas ante el mundo para poner las ideas en el papel. Y aun así, que hagas el esfuerzo de mantenerte atento al mundo para encontrar algo que valga la pena conocer.
Tengo que aceptar que yo mismo he sido el causante de este fuego. O quizás es la obra malintencionada de un Dios olímpico. Llevo años engañándome a mí mismo. Me cuento que voy a escribir y que soy un escritor, pero no lo hago. Me atemoriza no ser lo suficientemente bueno, pero también no lograr desarrollarme al máximo de mi potencial.
Para ser escritor, se necesitan textos y lectores. Ahora veo que me asusta no ser lo suficientemente bueno. Pero que debería hacerlo aun así. Solo me engaño a mi mismo y pierdo la oportunidad de demostrar mi capacidad. Para lograrlo, y tener textos y lectores, debo dejar mis miedos de lado, permitirme ser creativo, escuchar esa parte de mi cerebro, convertirme en la versión de mi que realmente quiero ser. Subir al escenario y tocar mi sinfonía, sin importar si hay alguien escuchando o no.
Tengo que ignorar el juicio de los demás, enfocarme y escribir. Tampoco puedo ignorar los problemas económicos de hacerlo. Escribir en un país donde poca gente lee es un logro, y vivir de ello, todo un privilegio. Pero confío en mi habilidad, en mi determinación y sueño para lograr vivir de lo que escribo.
No es un camino fácil, pero tampoco somos tontos. Incluso Gabriel García Márquez alguna vez escribió que él pensaba que ya se habían escrito todas las novelas posibles. Hasta que apareció Cien años de soledad. No sé qué va a pasar. Pero siento el deber de escribir para escribirlo. De vivir en ello. De convertirse en uno con la pluma y las letras.
Quizás ser un escritor no es tener una sinfonía perfecta. Sino aparecer todos los días en el salón de conciertos, con nuestro instrumento y estar preparado para tocar las notas que vengan—buenas o malas. Quizás no debamos dejar obras sin terminar, sino esforzarnos por llevarlas a la realidad, sin importar qué tan imperfectas puedan resultar. Debemos aceptar que la duda es parte del proceso y seguir trabajando para crear obras que sólo podemos producir nosotros. Quizás solo debemos seguir escribiendo, enfrentando ese yearning, luchando con el. Quizás es la voz de nuestra conciencia guiándonos hacia lo que debemos ser.
Eso es lo que pienso hacer. Coger el lápiz, y escribir. Dejar que las palabras fluyan. Ya luego me preocuparé de quien las lea. Pero al menos sé que estoy trabajando en la dirección correcta. Que estoy creando algo nuevo, una sinfonía totalmente diferente, mi propia obra.
By the Way, Flaubert's example was inspired by this magnificent article on Common Reader.